viernes, 9 de septiembre de 2011

Asoma el hocico y huele el aire...


"No hay crítico comparable al cajón de nuestro escritorio."
Oliverio Girondo

Núvols que fan ombra als teus núvols
La terra és una esfera,
des del zenit
no queda altra cosa més que baixar


Imploración, gritos. Dejaba firmas en el libro de quejas. A veces lloraba. Las menos, rezaba (por lo menos mientras la idea de infinitud pobló mi cabeza). Suplicante he sido de mi mismo.
Como a un funcionario tras un mostrador me preguntaba: "¿Donde te encuentras en el mundo ser desdichado?

Y entonces me reia de mi, de mi ampulosidad cursi. De mi lamento de inocencia.
Me recordaba a los profetas que han quedado en el camino, los que no han llegado a ser como una Jesus o un Mahoma. Que han sido profetas de algunos pocos, mas no de gran parte de la humanidad. Profetas de baja estofa, que al ver que no pueden llegar a lo mas alto, a reproducir el marketing de la santerpia, se inmolan a si mismos junto sus fieles.
Como ellos, jamás entendería a un mundo que muerde y ama. Ni porque muerde, ni porque ama. Ni porque deja de ser. Los que conocen el secreto no pueden explicar como funciona. Los que pueden explicarlo no saben el secreto. Luego están los que lo explican todo.
Lo demás, son solo palabras pegadas en la heladera.

Tardé algo en darme cuenta. Elaboraba teorías, pensaba factores. A veces pensaba, como buen principiante, que todo se movía por hambre y por sexo. Pero si todo era por hambre, la vida se reducía al tiempo entre el almuerzo y la cena. Y si todo era por sexo... bueno, en realidad no
encontré algo todavía que desmienta esa parte. De todas formas, algo se reducía.

En algún momento busqué. Me obsesioné con las serialidades. No fue en vano. Encontré un patrón: estamos obsesionados por introducir cosas dentro de otras. Comida en la boca, pene en vagina, tarjeta en cajero, llaves en la puerta, personas en un coche, en un autobus, perros en la cucha, manos en los bolsillos, discos en la compactera, cucharas en la sopa,
tenedores en la carne, enchufes en el enchufe, nuestros pies en el zapato. Comencé a obsesionarme, pequeño Asperberg.

Hasta que tronó el batiburrillo.

Y empecé a despojarme. Diógenes sin mas barril que el espíritu.
Me deje la barba, como tantas cosas he dejado. Agarrado en las astas de un toro submarino. Dejé de frecuentar los garitos de siempre, sobretodo los que ya habían cerrado hace años. Me dejé la billetera en casa. Me desprendí de los abrojos.
Pero sobretodo, cada vez me desprendí más de las excusas. No solo ya no funcionaban, es que ni siquiera dejaban domarse.
Algunas veces fue violento, pero también aprendí de cierta violencia benéfica. De esa que no equivale a golpear. De la que es tan sutil como un gato al cazar y tan ruidoso como su cópula.

Dejé las cosas. Pero solo quedó un biografía ingenua (que borraré con el codo). Dejé los recuerdos fríos, pero el calor me abrasó hasta calcinarme.

La temperatura o la ausencia de ella. El calor es demasiado grande para pasar por las hendiduras. Su ausencia es demasiado tímida para pedir permiso. Es necesario entonces abrir las puertas y dejar que entre, por fin, el calor. Y observar a traves de la ventana, detras la cortina, allí tan temerosa, a su ausencia.

Alfarero nocturno

Piso barro.
Piso barro todo el tiempo.
No sé si echar mas agua y hacer un lago para nadar.
No sé si dejar que el sol lo seque y caminar
Barro, es el momento inestable de la tierra ¿no?
Eso quiero decir ¿no?
Nunca sé lo que quiero decir cuando piso barro.

Y pareciera que siempre es así.
Parece que ya todo lo viviste,
que esto ya pasó.
Pero siempre es la primera vez de todo.
Nunca es igual, siempre es igual.

No voy a hacer arqueología de amores,
solo quiero reírme hoy,
la tristeza es un hueso.

Será esta noche una de miles,
de las mil menos una noches
que no se restan.